La transición de la Navidad al Año Nuevo es una etapa para tomar fuerzas y tratar de obtener lecciones aprendidas que orienten nuestros deseos y planes para el futuro. No me refieroa esos grandes deseos en los que con toda seguridad abandonaremos cualquier adicción, nos comprometeremos con una vida absolutamente sana y seremos mejores las personas del mundo. Seguramente se trata de algo más prosaico.
Los años se suceden a una velocidad de vértigo desde el punto de vista de la tecnología y la transformación digital. Ciertamente, desde una lectura experta la percepción no es tan vertiginosa. Seguramente lo que provoca un sentido de urgencia en la opinión pública, en el legislador, y en muchos operadores jurídicos sea el momento exacto en el que la burbuja estalla y la disrupción, o su apariencia, emergen con la fuerza de un huracán. Los años vividos de esta década se han caracterizado por ello. Y como profesionales hemos asistido a una transición acelerada que probablemente tenga la pandemia de COVID uno de sus puntos de referencia más relevantes. Fue entonces cuando aprendimos que el valor de compartir datos de modo masivo en tiempo real constituía una urgente necesidad. Los estériles debates en torno a las aplicaciones sobre trazabilidad de contactos se superponía con la necesidad de garantizar una circulación europea masiva de datos que permitiese no sólo monitorizar la evolución de la pandemia en tiempo real, sino también generar recursos de alta calidad para la investigación médica. Y seguramente la capacidad de simulación y computación no fue ajena al desarrollo acelerado de vacunas que nos permitieran luchar y atajar la enfermedad.
Pero me temo que este no era el único elefante en la habitación. La paralización temporal de los procesos de producción…