
Se acabó. El eco de las olas ha sido reemplazado por la cruel melodía del despertador. El sabor a sal y a sobremesa larga se desvanece, sustituido por el café de máquina y la urgencia del primer email del día. Esa camiseta descolorida que ha sido tu segunda piel durante semanas yace ahora en el fondo del armario, humillada por el regreso de la corbata o esa americana que aprieta un poco más que en julio. Es oficial: bienvenido de vuelta a la rutina.
Permíteme que te tutee, querido/a Gobernauta, porque tras el espejismo estival, todos volvemos a ser iguales: navegantes que retoman el timón de su barco (llámese equipo, departamento u organización) con la piel más tostada, pero el alma ligeramente descolocada. Las vacaciones son ese maravilloso paréntesis dedicado casi en exclusiva a “la buena vida”.
Y ojo, que bendita sea. La buena vida son los espetos en la playa, la siesta sin alarma, el libro que por fin terminas, la desconexión digital (o el intento), las risas con los tuyos. Es el hedonismo en su máxima expresión, el placer tangible, el carpe diem convertido en chanclas y vermut.
El problema no es la buena vida. El problema es creer que es lo único que importa.
Y es justo aquí, en este aterrizaje forzoso en la rutina de septiembre, con el síndrome del PowerPoint vacío acechando, donde nos asalta la pregunta clave, la que de verdad define nuestro liderazgo: ¿hemos vuelto para seguir trabajando por la buena vida o para construir una vida buena?
A primera vista, parecen sinónimos, un simple matiz semántico para culturetas. Pero te aseguro, Gobernauta, que en esa pequeña diferencia reside el abismo que separa al mero gestor del verdadero Gobernauta, al jefe del capitán que inspira.
La buena vida es la del catálogo. Es el bonus a final de año, el coche de empresa, el reconocimiento en LinkedIn, la mesa en el restaurante de moda. Es el resultado, la métrica, el KPI. Es cuantitativa, medible y, seamos sinceros, maravillosamente seductora. Un directivo enfocado exclusivamente en “la buena vida” (la suya y, por extensión, la que ofrece a su equipo) dirige su barco con un único instrumento: la calculadora. Las decisiones se toman en función del retorno a corto plazo. Las personas son “recursos” que deben ser “optimizados”. El clima laboral es una variable secundaria mientras los números cuadren. Se habla de “ganar”, “aplastar a la competencia”, “ser el número uno”. El barco va rápido, sí, pero a menudo sin rumbo fijo, quemando combustible y tripulación a un ritmo insostenible, persiguiendo la próxima isla del tesoro sin preguntarse si ese tesoro realmente llena algo más que el bolsillo.