Desde los inicios de Internet se ha comparado la información con los bienes más preciados o con valores de cambio como el petróleo o el oro. Seguramente debamos en gran medida los pioneros trabajos de Castells, -La era de información: economía, sociedad y cultura (1996)-, una de las primeras aproximaciones a un fenómeno cuya complejidad no ha hecho sino crecer con cada capa de disrupción. De alguna manera, la Ley de Moore integraba en su seno algo más que la pura física y economía de los procesadores. En los albores de la informática la perfección del código, su síntesis y agilidad convertían a los programadores en artesanos u orfebres. Hoy nadamos en una cierta abundancia que ha permitido el despliegue de aplicaciones de desarrollo o ensamblaje rápido multiplicando exponencialmente, por ejemplo, el ecosistema de aplicaciones móviles.
Década tras década hemos asistido a una vorágine de innovación basada en la informática como plataforma y en los datos como materia prima. Si la World Wide Web abrió las puertas de internet al conjunto de la sociedad y particularmente al comercio, la blogsfera y las redes sociales ensayaron nuevas formas de socialización y servicios que escalaron rápidamente tras la llegada del smartphone. Y ello, sin citar todos y cada uno de los usos que en el plano industrial están cambiando nuestro mundo gracias a la monitorización del internet de los objetos, o las capacidades de cálculo que nos han permitido la generación de nuevos materiales o la miniaturización a escalas inimaginables.
Cada una de estas etapas ha planteado retos jurídicos, éticos, económicos, sociales… Hoy hemos identificado con precisión uno de ellos: la inteligencia artificial. Y, venimos abordando la cuestión con los mismos mecanismos con los que afrontamos cada una de las disrupciones anteriores. De un lado, los procesos de innovación se aceleran constantemente y algunos de sus resultados alcanzan la madurez tecnológica en el contexto adecuado que les permite una rápida penetración en el mercado. En algunos casos estas tecnologías presentan riesgos apreciables o plantean serios interrogantes sobre sus repercusiones. Cuando esto sucede saltan las alarmas y se reacciona frente a lo que de algún modo podría percibirse como una amenaza.
En la práctica, se han interiorizado un conjunto de principios que probablemente influyen en este estado de cosas. En primer lugar, en no pocos casos la investigación y el desarrollo se encauzan desde los objetivos y los resultados sin considerar el proceso de gestación y el gobierno del riesgo. Va ser el mercado, la realidad, la que definirá los aspectos positivos o negativos de aquello que se ha diseñado. Este es un fenómeno particularmente visible o comprobable en las redes sociales y la analítica de datos. No debería existir ninguna duda en que las cookies,los fingerprints y, finalmente, los algoritmos de customización, fueron diseños ordenados a maximizar los recursos de los terminales, facilitar el acceso a la información y servirla con rapidez. Sin embargo, muy pronto se apreciaron sus virtudes para la manipulación emocional de los usuarios y el control social. Se diseñaron plataformas y servicios sin tener en cuenta los riesgos.
En cuanto los efectos dañosos se producen únicamente quedan tres caminos. Verificar si se trata de una conducta constitutiva de delito,
Profesor en el Departamento de Derecho Constitucional, Ciencia Política y de la Administración y Director de la Cátedra de Privacidad y Transformación Digital. Doctor en Derecho por la Universitat de València. Miembro de la mesa de expertos en datos e Inteligencia Artificial de la Consejería de Innovación y Universidades de la Generalitat Valenciana. Miembro del grupo de expertos para la elaboración de una Carta de Derechos Digitales de la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial del Ministerio de Asuntos Económicos y Transformación Digital. Ha sido Presidente de la Asociación Profesional Española de la Privacidad y responsable del Área de Estudios de la Agencia Española de Protección de Datos.
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